Julieta Cristina Fava
Comisión 5 - Profesor: Santiago Castellano
Cuento a partir de una de los secretos familiares junto a u dialogo del diario de escritura
No sé si fue en el 87´ o en el 88´. Lo que sí sé es que mi memoria está hecha pelota. Pero fue verano, eso seguro. Hacía calor del bravo, de ese que te afloja las ideas y te sube el mal humor a la cabeza.
Fuimos a la quinta de un primo de mi ex a pasar el fin de semana largo, en Luján. Éramos como quince en total. Yo fui con mi hermana y Silvia, que cayó medio de rebote. No tenía muchas ganas de estar sola, le habían cerrado el local donde trabajaba. Andaba bajón. La trajo una amiga de una amiga, pero enseguida se adueñó del fondo de la casa como si fuera suyo.
Silvia tenía esa facilidad. Llegaba a lugares donde no la esperaban, y se quedaba como si nunca hubiera sido una visita.
Él ya estaba. Nunca supe bien de quién era amigo. Era uno de esos tipos que parecen estar desde antes de que llegues, como si hubieran sueño plantados con la reposera.
Usaba una chomba blanca que se le transparentaba un poco por el sol, destacando el logo viejo ya desteñido de Alfonsín y hablaba de política como si todavía lo invitaran a opinar en la radio. Nunca decía “divorciado”, sino que decía que estaba “separado”, pero con un tono raro y culposo. Como si fuera una condición médica más que un estado civil.
Silvia lo miró desde el primer minuto. No le sacaba los ojos de encima. Fingía que no, pero yo la conozco. Esa manera de reír, de hacerse la distraída cuando él se acercaba… Era evidente, estaba encantada.
Esa noche, después de cenar, apareció una bandeja misteriosa: tenia cosas extrañas. Lo que parecían frutas secas, hojitas quebradizas. No se dijo mucho: que eran “hongos secos”, que los había traído el chico del Renault 12, que los habían cultivado atrás del galpón en un bolsón de tierras húmedas, similar al compost.
Yo no toqué ni probé nada. Nunca me gustó perder el control y la noción de quién soy. Silvia sí. Pero no sabía.
Se los metió en la boca como quien prueba una pastilla de menta o snack nuevo. Le ofrecieron una cucharadita, le dijeron que era suave: “probá, son naturales”. Y ella, confiada, dijo que sí. Lo que no sabía nadie —o prefirió callar— que querían decir con eso.
Como esos brownies que hace tu primo en Año Nuevo y terminan comiéndoselos las tías que creían inocentemente que era bizcochuelo.
A partir de ahí, todo se volvió difuso. Silvia desapareció con él un buen rato. Algunos decían que se fueron a caminar por el campo, otros aseguraban que se metieron en el galpón. Una chica juró que los vieron besarse al lado del tanque de agua. Otro dijo que ella se puso a llorar porque había visto “el futuro”.
Volvieron cuando ya clareaba. Con la ropa mojada, los ojos colorados y brillosos con una cara que no supe leer. Ella no dijo nada. Él tampoco. Se acostaron como si hubieran dormido juntos desde siempre.
Después de ese fin de semana, se empezaron a ver. Nadie entendía muy bien cómo había arrancado la cosa. Porque él seguía casado legalmente. Tenía cinco hijos, una casa, bienes compartidos, una cuenta bancaria a nombre de dos. Silvia no hablaba mucho del tema. Decía que no iba a entender del todo: “hay cosas que se sienten y no se explican”. Después vino la nena. Pero tardó. Y eso tampoco fue simple.
Silvia y él estuvieron años intentando. Pasaron doce años. Doce.
Pasaron por médicos, por pastillas, por tratamientos raros que dejaban más preguntas que esperanzas.
Cuando ya se habían rendido —rendido de verdad, no como se dice cuando todavía se espera algo—, empezaron los trámites de adopción.
Firmaron papeles, presentaron carpetas, se resignaron a una espera distinta.
Y fue ahí, justo en medio del cansancio, cuando apareció el test: positivo. Como un guiño torcido del destino.
Como si algo que venía gestándose desde aquel verano en Luján hubiera elegido ese momento, ese cuerpo, ese vínculo improbable, para hacerse realidad.
A esa altura, la historia ya era otra: él decía que se conocieron en una peña. Silvia juraba que fue en ese viaje a Luján. A veces, ni siquiera coincidían en el año. Con el tiempo, sus versiones se volvieron como dos líneas paralelas que nunca se cruzaban. Las versiones se hicieron firmes como ramas secas. Cada una crecía sola, sin tocarse.
Y sin embargo, algo había pasado. Eso lo sé.
Hace poco, en una sobremesa, alguien mencionó que una amiga de la hija de Silvia tenía un video donde Duki le mandaba saludos a otra por su cumpleaños de quince.
Todas decían y aseguraban haberlo visto.
—Debe estar en algún lado —dijo una.
—O no —dije yo—. Capaz nunca existió. Capaz lo soñaron.
—Como lo de Silvia —dijo otra.
—Claro —respondí—. Capaz también lo soñaron.
Yo estaba ahí. Vi cómo Silvia se llevaba ese hongo seco en la boca con la fe ingenua de alguien que quiere sentir algo, lo que sea. Vi cómo lo miraba a él, con una mezcla de deseo, cansancio y urgencia. Pero no vi lo que pasó después.
Y ya no sé si alguien lo vio.
O si, de tanto contarlo, lo terminamos inventando.
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