Ambas fotos las saqué en un viaje que hicimos con mis primas y mi tía a Carlos Keen, en Luján. Habíamos ido a pasar el día, a comer asado y simplemente estar. Después de comer, nos habían comentado acerca de un bosque cercano «¿Por qué no?». Caminamos hasta allí, que se encontraba a un par de metros de donde estábamos y nos topamos con el letrero que indicaba con una flecha a un sendero: “Producción de hongos y miel”. La tierra estaba húmeda, el aire tenía ese olor a verde que solo se siente lejos de la ciudad. Seguimos el caminito y nos llevó hasta un cultivo de hongos comestibles. También, vendían miel.
El olor en ese lugar era rarísimo, porque en casa una asocia la humedad con algo negativo: se ventila todo para que se vaya, se prende el deshumidificador, se cuelgan las toallas para que no huelan a encierro. Pero ahí, en cambio, la humedad era lo mejor que podía haber. Era lo que hacía posible que crecieran los hongos. Los cultivaban en bolsones enormes llenos de tierra húmeda, y el hongo ya salía por fuera de esos bolsones, como si no pudiera esperar para nacer.
Me compré un tarro de un kilo de miel. No podía no hacerlo: era casera, espesa, de ese color dorado que da ganas de meter el dedo apenas abrís la tapa. La probamos a la hora de la merienda, cuando ya empezaba a caer el sol y empezaba ese típico viento fresco de otoño. Usamos el termo que habíamos cargado ahí mismo, porque el agua de la zona no era muy rica para tomar mate. Después de varias cebadas, la yerba se empezaba a poner medio fluorescente —posta—, así que decidimos cambiar el plan y tomar té. Endulzamos con la miel y fue un golazo. Dulce, cálida, reconfortante.
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